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Sangre en la acera del diálogo: el doble asesinato frente al Museo Judío de Washington

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El pasado miércoles por la noche, frente a uno de los símbolos más importantes de la memoria judía en Estados Unidos —el Museo Judío de Washington—, el mundo fue testigo de una tragedia que, aunque lejana en geografía, resuena en cada rincón donde la violencia intenta sustituir al diálogo. Dos empleados de la embajada de Israel fueron asesinados a tiros por un hombre que, al ser arrestado, gritó «Palestina libre». No fue un crimen cualquiera. Fue un acto político, sangriento, y cargado de los símbolos más dolorosos de nuestro tiempo.

Los hechos ocurrieron en medio de un evento destinado a tender puentes: una actividad para jóvenes diplomáticos y profesionales. Esa noche, el lenguaje debía ser el de la cultura, la historia, el entendimiento. Pero la presencia de la violencia trastocó el escenario y convirtió el espacio del recuerdo en un lugar de duelo. La línea que separa la causa política del fanatismo se desdibujó brutalmente en una acera de Washington.

Las autoridades identificaron al atacante como Elías Rodríguez, un hombre de 30 años oriundo de Chicago. Según la jefa de la policía de la capital estadounidense, el agresor fue visto deambulando frente al museo antes de acercarse a un grupo de personas y disparar sin mediar palabra. Luego, como si su acto hablara por sí solo, gritó su consigna: “Palestina libre”. Una frase legítima en boca de quienes abogan por la paz y la justicia, pero pervertida cuando se convierte en grito de guerra.

Es inevitable leer este crimen bajo la sombra de un conflicto que desde hace décadas desangra al Medio Oriente. Lo que ocurrió en Washington no fue un brote aislado de locura, sino un eco lejano del enfrentamiento entre israelíes y palestinos que hoy, más que nunca, se ha globalizado. Pero los muertos aquí no eran soldados. Eran funcionarios diplomáticos. Eran personas que, probablemente, trabajaban por el entendimiento entre dos pueblos que cargan demasiadas heridas.

La condena no se hizo esperar. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, calificó el hecho como un acto de antisemitismo y terrorismo. Por su parte, el presidente de Israel, Isaac Herzog, se declaró «conmocionado» por los asesinatos. Y no es para menos. El atentado no solo deja víctimas humanas, también socava los esfuerzos de reconciliación en una época en que el mundo necesita puentes, no muros ni balas.

Detrás de cada crimen político se esconde una derrota moral. Porque cuando alguien elige matar para reivindicar una causa, lo que hace es arrebatarle toda legitimidad. La lucha por Palestina no puede transformarse en licencia para asesinar. Así como la defensa de Israel no puede justificar la ocupación y el sufrimiento del otro pueblo. Es precisamente esa tensión la que exige voces sensatas, no mártires ni verdugos.

Este crimen también plantea una pregunta para nuestras democracias: ¿cómo enfrentar la radicalización política sin caer en la represión desproporcionada ni en la indiferencia cómplice? La respuesta no está en la vigilancia excesiva ni en los discursos inflamados, sino en una cultura política que promueva el desacuerdo sin violencia. Donde las consignas no sean pólvora, y los museos no se conviertan en campos de batalla.

Hoy, en la acera donde cayeron dos empleados diplomáticos, el asfalto guarda el recuerdo de una tragedia que duele más por su simbolismo. Ojalá la sangre derramada no se traduzca en más odio. Ojalá sea una advertencia, un llamado urgente a que los conflictos no sigan reportándose como odio, sino como diálogo. Porque el mundo ya ha tenido demasiadas guerras. Y muy poca paz.

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