Cinco años después de que el mundo se enfrentara a uno de los desafíos más grandes de la historia reciente, la pregunta persiste: ¿salimos mejores de la pandemia? En marzo de 2020, el concepto de «pandemia» era ajeno, distante, algo propio de los libros de historia. Cuando Tedros Adhanom Ghebreyesus, director de la Organización Mundial de la Salud, pronunció la palabra por primera vez, parecía el comienzo de una pesadilla colectiva. La incertidumbre se apoderó del planeta, y una crisis sanitaria global que nunca imaginamos empezó a escribir su historia con miles de muertes, confinamientos, y una lucha imparable contra un enemigo invisible. La pregunta sigue flotando: ¿realmente aprendimos de esa experiencia tan aterradora?
Recuerdo que, por aquellos días de marzo de 2020, las calles se vaciaron y la palabra “cuarentena” se instaló como parte del léxico cotidiano. En Colombia, como en muchos otros países, pensábamos que todo sería temporal, que en unas pocas semanas volveríamos a la normalidad. Sin embargo, ese optimismo inicial pronto se tornó en desesperación. La cuarentena no fue solo una cuestión de salud pública, sino un experimento social forzado. Nos vimos obligados a convivir con nosotros mismos, con nuestros miedos, nuestras dudas, nuestras frustraciones. El espacio del hogar, tradicionalmente considerado un refugio, se transformó en una prisión para muchos. Las angustias personales se incrementaron, y la salud mental pasó a primer plano.
Uno de los recuerdos más vívidos de esos días son las bolsas de mercado desinfectadas, las frutas lavadas con detergente y las interminables rutinas de higiene. Cada superficie en casa se limpiaba obsesivamente, como si el virus pudiera estar al acecho en cualquier rincón. Al mismo tiempo, en las redes sociales proliferaban los mensajes de esperanza. “Salimos mejores”, decían, como si la humanidad tuviera la capacidad de transformar el sufrimiento en una lección universal. ¿Pero realmente cambiamos? El tiempo ha pasado y, en retrospectiva, muchos de esos optimismos se han desvanecido, especialmente cuando miramos las secuelas económicas, sociales y psicológicas que dejó la pandemia.
La pandemia dejó ver las grandes brechas de desigualdad en el acceso a la salud, la educación y los servicios básicos. Mientras algunos pudieron adaptarse al teletrabajo con relativa facilidad, otros, como los trabajadores informales, se vieron desbordados por la incertidumbre y la falta de recursos. El sistema de salud, ya frágil antes de la pandemia, fue puesto a prueba de una manera brutal. La cifra de muertes se multiplicó de manera incontrolable, y los hospitales colapsaron en muchos países, incluidos aquellos con economías avanzadas. La frase “salimos mejores” parece una utopía cuando observamos cómo la crisis sanitaria también se transformó en una crisis económica y social, cuyos efectos aún perduran.
Y, sin embargo, no todo fue devastación. La pandemia también sirvió como un catalizador para algunos cambios positivos. La tecnología avanzó a pasos agigantados, y muchas empresas adoptaron el teletrabajo de manera definitiva, lo que permitió a miles de personas seguir adelante sin tener que exponer su salud. En el ámbito de la educación, aunque los sistemas fueron desbordados por la rápida transición a la educación en línea, se abrieron nuevas posibilidades para estudiantes de zonas rurales y comunidades marginadas, que pudieron acceder a recursos educativos de forma remota. De alguna manera, la pandemia hizo visible la necesidad urgente de un mundo más interconectado y preparado para enfrentar emergencias globales.
No obstante, los efectos psicológicos de la pandemia son aún más profundos de lo que se imaginaba. El aislamiento social, el miedo constante y la incertidumbre contribuyeron a un aumento significativo de trastornos mentales como la ansiedad y la depresión. Según estudios globales, millones de personas experimentaron un deterioro en su bienestar emocional, algo que quedó en evidencia a medida que las restricciones se alargaban y el impacto del confinamiento se hacía más pesado. La salud mental se convirtió en un tema de discusión, pero también en una crisis silenciosa que, al igual que la pandemia misma, aún requiere atención.
Cinco años después de esa aterradora declaración de pandemia, podemos decir que la humanidad no salió tan “mejor” como pensábamos. No obstante, hubo transformaciones que no pueden ser ignoradas. La forma en que trabajamos, estudiamos y nos conectamos con el mundo cambió para siempre. La pandemia aceleró el uso de tecnologías y métodos de trabajo que, hasta ese momento, parecían lejanos. Sin embargo, el precio de estos avances ha sido alto. La sociedad se enfrenta ahora a desafíos aún mayores: el desajuste entre el progreso tecnológico y las profundas desigualdades sociales, el impacto emocional de la crisis y el aprendizaje de cómo vivir en un mundo que, aunque más interconectado, está lleno de incertidumbre.
Así que, cinco años después de esa promesa de que “saldríamos mejores”, la reflexión es inevitable. Tal vez el verdadero desafío no sea esperar que el mundo cambie, sino aprender a vivir con lo que hemos vivido. La pandemia nos enseñó lecciones que no deberíamos olvidar, aunque, por el momento, parece que no hemos aprendido lo suficiente. El futuro, aunque aún incierto, depende de cómo decidamos enfrentar lo que queda de esta crisis global. La verdadera prueba no será si salimos mejores, sino si, a pesar de todo, podemos seguir adelante con esperanza y resiliencia.