Como ya parece costumbre en este gobierno, los anuncios tributarios llegan en momentos poco convencionales. Esta vez, fue durante el día de San Valentín que se conoció el Decreto Legislativo 175 de 2025, una normativa que revive figuras como el impuesto de timbre al 1 %, impone IVA del 19 % a los juegos de azar en línea y crea un impuesto especial para el Catatumbo. Sin embargo, lo que más ha inquietado a empresarios, contadores y ciudadanos es el cambio en la retención en la fuente: una medida que, lejos de simplificar o mejorar el sistema tributario, amenaza con encarecer la operación económica y generar nuevas distorsiones.
La retención en la fuente, concebida originalmente como un mecanismo de anticipo al impuesto de renta, ha venido convirtiéndose en un laberinto fiscal, donde se cruzan tarifas, conceptos y responsabilidades que muchas veces recaen de forma desproporcionada sobre el sector productivo. El nuevo ajuste, que amplía las bases de retención y endurece los criterios, parece más un parche recaudatorio que una solución estructural. Y eso, en el contexto de una economía que aún busca consolidar su recuperación, es una mala noticia.
Para las empresas, estos cambios implican no sólo una mayor carga administrativa, sino también una afectación directa al flujo de caja. Las pequeñas y medianas empresas, en particular, serán las más golpeadas: deben retener, declarar y anticipar recursos al Estado sin tener certeza de cuándo podrán recuperar esos saldos. El Gobierno, en su afán por aumentar la liquidez fiscal inmediata, termina trasladando el costo a quienes generan empleo y dinamizan la economía local.
En el caso de las personas naturales, el panorama no es más alentador. Profesionales independientes, rentistas y pequeños inversionistas verán cómo sus ingresos brutos quedan sujetos a retenciones más frecuentes y elevadas, sin que esto represente un beneficio directo. La medida, además, puede tener un efecto regresivo, afectando con mayor fuerza a quienes no tienen la capacidad contable o financiera para maniobrar dentro de este sistema.
A lo anterior se suma la falta de claridad en la comunicación oficial. Las modificaciones fueron incluidas en un decreto de carácter legislativo, sin un debate público amplio ni una discusión técnica en el Congreso. Esta forma de legislar por decreto, aun cuando se argumente su urgencia o conveniencia, erosiona la confianza ciudadana en el sistema tributario y alimenta la percepción de arbitrariedad.
Los expertos tributarios coinciden en que el país necesita una reforma fiscal profunda, que corrija inequidades, amplíe la base y fortalezca la progresividad. Pero medidas como esta, que actúan más como curitas que como cirugía, terminan agravando la sensación de fatiga tributaria. Colombia no puede seguir construyendo su política fiscal sobre la base de la sorpresa y la improvisación.
Además, cabe preguntarse si el impacto recaudatorio justifica los costos económicos y sociales que conlleva. ¿Realmente estas retenciones adicionales contribuirán significativamente al equilibrio fiscal? ¿O terminarán generando un aumento en la evasión, la informalidad y el descontento generalizado? Hasta ahora, el Gobierno no ha presentado proyecciones sólidas que respalden la eficacia de la medida.
La estabilidad tributaria no solo es un reclamo legítimo del sector privado, sino una condición básica para cualquier modelo económico que aspire a crecer con equidad y sostenibilidad. Si bien es necesario financiar la inversión social y los compromisos del Estado, hacerlo a través de mecanismos que castigan la formalidad y encarecen el cumplimiento no parece ser el camino más sensato. Lo urgente no puede seguir reemplazando a lo necesario.