En un país acostumbrado a los pulsos entre Gobierno y gremios empresariales, hablar de una reforma laboral con consensos suena, por momentos, casi utópico. Sin embargo, lo que hasta hace poco parecía una tormenta de intereses enfrentados comienza a tornarse en una brisa de acuerdos. Así lo confirma el ambiente que ronda en el Senado, donde la comisión encargada del proyecto perfila una ponencia única, respaldada no sólo por los ponentes, sino también por sectores del empresariado que han dado su “sí” a puntos clave.
La senadora Angélica Lozano, presidenta de la Comisión Cuarta, ha sido clara: hay voluntad de todas las partes para sacar adelante una reforma que no solo sobreviva al trámite legislativo, sino que realmente le sirva a los colombianos. Su optimismo no es gratuito: el sector privado, a través de la Andi y su presidente Bruce Mac Master, ha mostrado apertura a aspectos históricos como la ampliación del recargo nocturno desde las 7:00 p.m. y el pago del 100 % por trabajo en domingos y festivos.
Esta nueva disposición empresarial no es poca cosa. Durante décadas, cualquier intento de elevar los costos laborales fue tildado de amenaza al empleo. Hoy, sin embargo, el contexto es otro. Hay una creciente conciencia —quizás forzada por la presión social o por el mercado laboral post-pandemia— de que dignificar el trabajo no es solo una bandera de izquierda, sino una necesidad económica y ética. La competitividad, se empieza a entender, no se puede construir sobre el agotamiento de los trabajadores.
No obstante, el camino no está completamente allanado. La reforma laboral contempla 81 artículos, muchos de ellos aún bajo discusión. Lo que se ha logrado hasta ahora es apenas un acuerdo inicial sobre algunos puntos que históricamente han sido espinosos. Pero quedan pendientes asuntos neurálgicos: la formalización del empleo, la regulación del trabajo por plataformas digitales, la tercerización y el fortalecimiento del sistema de inspección laboral. Es allí donde el debate se vuelve más áspero.
Lo positivo es que, por primera vez en mucho tiempo, el país político y el país productivo parecen hablar un idioma común: el del diálogo. Que empresarios y trabajadores se sienten en la misma mesa sin trincheras ideológicas es un paso que merece destacarse. Y no porque sea excepcional, sino porque debería ser la regla. La reforma laboral, para ser legítima y sostenible, no puede ser impuesta desde un solo lado. Debe ser pactada, razonada y, sobre todo, posible.
Aún así, el reloj corre. La legislatura termina el 20 de junio y, con ella, se cierra la ventana para tramitar un proyecto que ha sido aplazado y resucitado varias veces. De ahí que el consenso, más que un logro político, sea una urgencia práctica. Cada semana cuenta, cada artículo revisado es una pieza en un rompecabezas que lleva años incompleto. Y cada actor que se sume al diálogo multiplica las posibilidades de éxito.
Vale la pena advertir, sin embargo, que el consenso no debe convertirse en conformismo. El reto es que los acuerdos no diluyen el espíritu de la reforma: mejorar las condiciones de los trabajadores sin asfixiar al sector productivo. Que la negociación no sacrifique los principios ni reproduzca inequidades. Que no se maquille la precariedad con palabras bonitas. El equilibrio, en este caso, no es ceder, sino avanzar juntos.
Si la reforma laboral logra ver la luz con acuerdos reales y beneficios compartidos, Colombia habrá ganado más que una ley: habrá ganado un ejemplo de cómo se legisla con cabeza fría y corazón caliente. Y en tiempos donde la polarización lo mancha todo, eso sí que sería una rareza digna de celebración.