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¿Protección o connivencia? El riesgo de una alianza institucional con las disidencias en el Catatumbo

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La historia reciente de Colombia está plagada de zonas grises donde los límites entre legalidad e ilegalidad se diluyen. Pero lo que hoy preocupa a la Defensoría del Pueblo va más allá de una ambigüedad jurídica: se trataría, ni más ni menos, de una potencial alianza “institucional” entre la fuerza pública y una estructura armada ilegal, en nombre de la paz total. Así lo advirtió Iris Marín, Defensora del Pueblo, en una entrevista con Semana, al referirse al plan de establecer zonas de ubicación temporal para el frente 33 de las disidencias de las Farc en el Catatumbo.

La advertencia no es menor. En una región donde persisten las confrontaciones entre grupos armados como el ELN y las disidencias, la idea de que hombres armados —aún sin desmovilizarse formalmente— estén bajo protección estatal, despierta fantasmas del pasado y temores del presente. La Defensora fue clara: la Fuerza Pública, en teoría garante de la Constitución, se vería obligada a custodiar a un grupo que no ha renunciado a la violencia y que, además, sigue en conflicto abierto con otros actores armados.

El concepto de paz total, bandera de la administración Petro, parte de un principio ambicioso pero problemático: dialogar con todos los actores en armas sin imponer, de entrada, condiciones claras de cese al fuego o entrega de armas. En el papel, esto puede sonar a inclusión y reconciliación. En el terreno, especialmente en zonas tan volátiles como el Catatumbo, puede leerse como claudicación del Estado frente a quienes aún sostienen el fusil.

El dilema no es menor. ¿Puede un Estado democrático proteger a quienes aún no han abandonado las armas, y que en muchos casos siguen cometiendo delitos? ¿Qué mensaje se envía a la población civil, que ha sufrido históricamente el fuego cruzado entre actores armados y que ve en la institucionalidad su única esperanza de orden y justicia? La presencia de un grupo ilegal armado, bajo amparo del Estado, en una zona densamente poblada, es una bomba de relojería.

La defensora Marín no habla desde la especulación, sino del deber de prevenir tragedias humanas. Las llamadas zonas de ubicación temporal —que recuerdan las antiguas zonas de distensión del fallido proceso del Caguán— corren el riesgo de convertirse en enclaves de poder paralelo, donde las armas no se silencian, sino que se legitiman bajo una narrativa de transición. La historia ya ha enseñado que sin controles claros y sin garantías de desarme, estos experimentos terminan fortaleciendo a quienes dicen querer reintegrarse.

A esto se suma un factor político inevitable: la percepción pública. La legitimidad de un proceso de paz no depende solo de sus buenas intenciones, sino de la confianza ciudadana. Si esa confianza se resquebraja, si se instala la idea de que el Estado está pactando con quienes aún imponen su ley por las armas, entonces la paz deja de ser un horizonte compartido y se convierte en un privilegio negociado.

El Catatumbo, por décadas olvidado por el Estado y ahora puesto en el centro del experimento de paz total, merece más que improvisaciones. Merece garantías, presencia integral del Estado y sobre todo, claridad. La seguridad no puede ser un lenguaje de ambigüedad institucional. La paz no se construye armando al enemigo con legitimidad estatal, sino desarmándolo con dignidad y justicia.

La advertencia está hecha. Ahora el país debe decidir si toma este camino con los ojos abiertos o si, como en otras ocasiones, caminamos hacia el abismo con una venda en el alma. ¿Quién protege a los que aún creen en el Estado si este, en nombre de la reconciliación, decide proteger también a quienes siguen empuñando las armas?

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