En su más reciente alocución, el presidente Gustavo Petro lanzó una afirmación que no tardó en sacudir el debate público: “No hay un caos de violencia en este Gobierno”. La frase, pronunciada mientras se intensifican los ataques armados contra la fuerza pública, aparece como un intento por contrarrestar lo que él llama “mentira política mediática”. Sin embargo, en el fondo, plantea una pregunta incómoda: ¿qué significa exactamente estar bien en materia de seguridad?
El mandatario apoyó su tesis en un recorrido histórico por las tasas de homicidio en Colombia desde 1990 hasta 2024, destacando una leve pero sostenida tendencia a la baja. De hecho, habló de un país “relativamente exitoso en salir de la violencia”. Pero los números, aunque útiles, no siempre cuentan toda la historia. Ni el dolor de las familias que entierran policías y soldados emboscados, ni la angustia de comunidades sitiadas por grupos armados, se traduce fácilmente en estadísticas.
El reciente ataque en Guaviare, en el que murieron siete militares a manos de disidencias de las FARC, es solo uno entre varios episodios violentos que han sacudido al país en las últimas semanas. Sumado a la emboscada está el llamado “Plan Pistola” —una estrategia criminal que apunta directamente a uniformados—, lo que vuelve difícil sostener que la violencia es solo una narrativa exagerada por los medios.
No se trata de negar que Colombia ha recorrido un largo y doloroso camino desde los años de plomo del narcotráfico o los picos de violencia de los 90. Pero tampoco se puede minimizar el hecho de que hay zonas enteras del país donde el control estatal es precario y la población sigue sometida a las leyes del fusil. En esos territorios, la paz sigue siendo una promesa por cumplir.
El presidente distingue entre el sicariato y la “violencia social difusa”, como si una forma de violencia mereciera menos atención que otra. Dice que los homicidios actuales no son producto del descontrol generalizado, sino acciones puntuales de estructuras criminales. Sin embargo, esas estructuras no actúan en el vacío. Operan donde el Estado ha fallado, se alimentan de la informalidad, del miedo y de la falta de presencia institucional.
La seguridad no es solo cuestión de cifras. Es también percepción, confianza y garantías mínimas para vivir sin temor. Si bien las estadísticas muestran una reducción general de homicidios desde los años más oscuros, lo que el país enfrenta hoy es una violencia transformada, más localizada, sí, pero igual de letal. Negarlo es un error estratégico que puede costar credibilidad y gobernabilidad.
En medio del discurso oficial, el país necesita más que comparaciones históricas: necesita una estrategia clara, integral y contundente. El Gobierno del Cambio no puede limitarse a narrar el pasado mientras el presente se desangra. Debe ofrecer respuestas frente a los desafíos actuales, entre ellos, la creciente agresividad de grupos armados ilegales que no temen desafiar abiertamente al Estado.
El debate sobre la seguridad no debe reducirse a ganar o perder puntos políticos. Lo que está en juego es la vida misma de quienes diariamente enfrentan en terreno la realidad de un conflicto que persiste, muta y, a veces, se disfraza de posconflicto. En este tablero, lo que se necesita no es negar el caos, sino enfrentarlo con la seriedad que la ciudadanía exige.