Desde este lunes, Pekín se convierte en el epicentro de una nueva geopolítica que, cada vez con más fuerza, desplaza el eje de influencia global hacia el oriente. El IV Foro Ministerial China–CELAC no es solo una cita diplomática; es la consolidación de una estrategia de largo aliento con la que el gigante asiático pretende tejer vínculos sólidos con América Latina, en momentos en que la tensión con Estados Unidos se agudiza por razones comerciales, tecnológicas y militares. En este contexto, el presidente Gustavo Petro asume un rol protagónico: preside el foro y, con ello, representa una región en transformación.
La participación del mandatario colombiano, que ha defendido una política exterior multipolar, es coherente con su discurso de autonomía regional frente a las grandes potencias. Sin embargo, no llega sin dilemas. En la mesa estarán no solo los intereses comunes de infraestructura, comercio e inversión, sino también los silencios que comprometen: derechos humanos, vigilancia tecnológica, deuda externa y dependencia estratégica. Petro, quien ha intentado mostrarse como un defensor del Sur Global, deberá balancear los discursos con realidades que, en muchos casos, superan la retórica.
China, por su parte, avanza con pragmatismo. Más de dos tercios de los países latinoamericanos ya hacen parte de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, su ambicioso megaproyecto de conectividad global, cuyo músculo financiero supera el billón de dólares. La Celac, como bloque, representa para Pekín una oportunidad: es la entrada a un continente rico en materias primas, crucial en la transición energética global, y necesitado de inversión en infraestructura. A cambio, los países del sur obtienen carreteras, puertos, telecomunicaciones… y una nueva forma de dependencia.
En este tablero, Colombia busca reposicionarse. Tradicionalmente aliada de Washington, su presencia activa en Pekín —liderando incluso la agenda multilateral— indica un cambio de tono que, sin ser confrontacional, sí apunta a una mayor autonomía. Para Petro, este foro es también una vitrina: busca proyectar su liderazgo más allá del ámbito doméstico, marcado por tensiones políticas, y mostrar una cara más estratégica e internacionalista. Pero con la vitrina viene también la exposición: cada palabra, cada gesto, cada omisión será leído con lupa en Washington, Bruselas y, por supuesto, en casa.
Uno de los temas clave será el comercio. China ya ha superado a Estados Unidos como principal socio de economías como Brasil, Perú y Chile. Colombia, aunque aún mantiene un mayor flujo con el norte, no es ajena a la tendencia. El desafío será cómo aprovechar esa relación sin caer en la subordinación: cómo diversificar exportaciones, proteger sectores sensibles y negociar condiciones que no hipotecan el futuro a cambio de capital inmediato. La diplomacia económica, más que nunca, será la herramienta fundamental.
El foro también será un termómetro político. Mientras algunos países del bloque mantienen gobiernos de izquierda con afinidad ideológica al modelo de desarrollo chino, otros —más liberales o conservadores— ven en la relación con Pekín una oportunidad comercial, pero con recelos políticos. Petro deberá navegar entre esas dos aguas, intentando construir consensos regionales que le den fuerza al bloque sin fracturar su unidad. La Celac, en ese sentido, enfrenta una de sus pruebas más importantes como actor real y no sólo simbólico.
A Pekín no le interesa ideología, sino influencia. Y América Latina ofrece un terreno fértil: una región con enormes necesidades de inversión, debilidades institucionales en algunos frentes, y una urgencia compartida de salir de la marginalidad global. China ofrece un trato sin condiciones políticas explícitas, lo que seduce a muchos gobiernos cansados de las imposiciones del FMI o de la tradicional agenda estadounidense. Pero esa libertad tiene un precio: menos controles, menos transparencia y, muchas veces, menos soberanía a largo plazo.
El foro que comienza esta semana no será una cumbre más. Será un punto de inflexión. Y Petro, al frente de la delegación latinoamericana, tendrá la oportunidad —y el reto— de moldear un nuevo tipo de relación con una potencia emergente. Si lo hace bien, Colombia puede ganar protagonismo regional y abrir nuevas rutas de desarrollo. Si lo hace mal, corre el riesgo de quedar atrapada entre gigantes, sin voz propia ni rumbo claro. En Pekín se juega mucho más que tratados: se negocia el lugar de América Latina en el siglo XXI.