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Petro ante la violencia: entre la paz total y el peso de la guerra

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La reciente escalada de violencia en regiones como Guaviare, que ha dejado un saldo fatal de seis soldados muertos y cinco secuestrados, ha generado una nueva tensión en el ya complejo escenario de seguridad en Colombia. El presidente Gustavo Petro, visiblemente afectado por los hechos, recurrió a su cuenta de X para pronunciarse, apelando al dolor y a la responsabilidad que recae sobre sus hombros como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. No hubo titubeo al señalar la necesidad de una comisión independiente que esclarezca si el levantamiento parcial del cese al fuego con disidencias influenció el atentado.

El mandatario fue enfático: “Soy responsable de la vida de cada joven que hay en la fuerza pública”, expresó, reafirmando el enfoque de su gobierno en torno a la defensa de la vida. La respuesta, sin embargo, no se limitó a un gesto simbólico. Petro insistió en la urgencia de investigar a fondo el vínculo entre la decisión política de suspender el cese con ciertas estructuras armadas y los hechos que terminaron en tragedia para las tropas del Ejército en ese departamento.

El grupo armado responsable, identificado como disidencia liderada por alias Calarcá Córdoba, aceptó su participación en el ataque, aunque lo justificó como un acto de “legítima defensa”. Esta afirmación ha sido vista con escepticismo y rechazo por distintos sectores del país, incluidos miembros de la oposición y defensores de derechos humanos, que denuncian la instrumentalización de ese concepto por parte de organizaciones ilegales que continúan sembrando el terror en las zonas rurales.

Desde el interior del Pacto Histórico, la coalición de gobierno, las voces no se hicieron esperar. Mientras algunos congresistas insistieron en la necesidad de no ceder ante los enemigos del proceso de paz, otros exigieron mayor claridad en los procedimientos de diálogo y en los límites que deben respetarse incluso en medio de negociaciones. El dilema entre mantener el cese bilateral o imponer condiciones más estrictas vuelve a estar en el centro del debate.

La propuesta de Petro de una “paz total” entra, así, en una etapa crucial. Según explicó el mandatario, queda apenas un mes para definir el mecanismo mediante el cual las comunidades podrán ordenar obras y políticas públicas en sus territorios. Este paso es esencial para organizar la ubicación de los grupos armados en las llamadas “zonas especiales”, desde donde se espera que inicien actividades reparadoras en favor de las poblaciones afectadas por el conflicto.

Pero los hechos recientes ponen sobre la mesa la pregunta inevitable: ¿es viable negociar con actores armados que, mientras dialogan, no cesan sus ataques? El gobierno insiste en que sí, que la paz no se construye sin tropiezos y que las transformaciones profundas requieren persistencia. No obstante, las familias de los soldados caídos —y una opinión pública cada vez más impaciente— reclaman respuestas concretas y garantías de no repetición.

En medio del cruce de declaraciones, el país sigue en vilo. Las fuerzas armadas, cuya moral se ve golpeada, esperan señales claras del Ejecutivo. Las comunidades afectadas por la violencia, por su parte, claman por presencia estatal efectiva y no solo promesas de transformación. Y el presidente, atrapado entre la defensa de su bandera política y la necesidad de proteger vidas, navega un laberinto en el que cada decisión tiene un costo ético y político.

Colombia, que ha vivido demasiadas veces el vaivén entre la guerra y la paz, asiste una vez más a una encrucijada. La pregunta de fondo permanece intacta: ¿hasta qué punto es posible construir una paz total sin exigir una renuncia total a las armas? El reloj sigue corriendo, y las respuestas no se pueden aplazar.

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