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Los susurros de la Corte: secretos, temor y confidencias en la sombra del escándalo UNGRD

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Cuando el escándalo por la corrupción en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) empezó a hacer ruido en las altas esferas del poder, también comenzaron las reuniones discretas, los mensajes autodestruidos y las conversaciones codificadas. En ese telón de fondo, emerge una historia que mezcla política, justicia y temor: la de los encuentros entre Sandra Ortiz, entonces alta consejera presidencial, y Vladimir Fernández, hoy magistrado de la Corte Constitucional.

Según el testimonio entregado por Ortiz a la Fiscalía, a partir de mayo de 2024 el magistrado le pidió que cambiaran de canal de comunicación. Acordaron usar Signal, una aplicación de mensajería cifrada, pensada para preservar la confidencialidad y evitar rastros. El detalle que más llamó la atención de los investigadores es que Fernández, según Ortiz, no solo usaba esta vía, sino que elimina cada mensaje enviado. Un patrón de comunicación diseñado para borrar huellas, justo cuando el caso de la UNGRD comenzaba a salpicar nombres de peso.

Entre agosto y octubre del año pasado, Ortiz y Fernández se vieron dos o tres veces, según consta en el expediente. Las reuniones no fueron casuales ni públicas: una ocurrió en inmediaciones de un club del norte de Bogotá, otra en la terraza de un restaurante de la calle 70. En ambas, el tono fue el mismo: preocupación. Ortiz le contó a la Fiscalía que Fernández estaba nervioso, temía que el escándalo —con sus múltiples ramificaciones— terminara tocando la puerta de su despacho en la Corte.

Y no era para menos. La documentación a la que ha tenido acceso la Fiscalía revela que el magistrado estaba al tanto de que su nombre podría vincularse con la supuesta solicitud de recursos por parte del entonces presidente del Senado, Iván Name. El temor de Fernández se agravaba por la posible relación entre su nombramiento y las gestiones de figuras clave como Carlos Ramón González y el exdirector de la UNGRD, Olmedo López. No era un asunto de especulación, era una madeja de la cual —si se tiraba— podían salir hilos comprometedores.

Uno de los documentos clave en poder del ente acusador recoge un testimonio en el que se afirma que Fernández sugirió que lo mejor era “esperar, que todo era cuestión de tiempo”. Una frase que puede ser leída como una apuesta por el olvido o como una estrategia para ganar margen frente a lo inevitable. Lo cierto es que, en esos intercambios, Ortiz fue detallando lo que se vivía en los pasillos del poder: una tensión contenida, en la que se entremezclaban pactos, silencios y temores mutuos.

La Fiscalía ha tomado nota minuciosa de cada uno de estos episodios. Las reuniones no fueron improvisadas y los lugares elegidos hablan del nivel de reserva con el que se manejaban estas conversaciones. La defensa de Fernández, hasta el momento, ha guardado silencio público, mientras en los juzgados y en la Corte ya se murmura sobre el impacto institucional que podría tener la apertura de una línea de investigación directa sobre uno de sus magistrados.

Este nuevo ángulo del caso UNGRD es más que una anécdota de pasillos: es una alerta sobre el delicado cruce entre la política y la justicia en Colombia. Cuando un magistrado de la Corte Constitucional aparece en los márgenes de un escándalo de corrupción, el daño no solo es reputacional; pone en juego la confianza en la solidez misma de los contrapesos institucionales del país.

La historia está lejos de terminar. Lo que hasta ahora se sabe parece apenas un prólogo. La Fiscalía ya ha abierto la puerta a nuevas diligencias, y con ello, la posibilidad de que la Corte tenga que mirarse en el espejo. En ese reflejo se juega, una vez más, el equilibrio entre el poder que decide y el poder que juzga.

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