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La ruptura de los aliados: Leyva, Petro y el incendio en la casa del progresismo 

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En un país donde las tensiones políticas suelen llevarse hasta el umbral del drama personal, las declaraciones de Álvaro Leyva Durán marcan un nuevo capítulo en la tormentosa historia reciente del poder. El excanciller, otrora figura clave en el gabinete de Gustavo Petro y arquitecto diplomático de la «paz total», ha pasado de aliado íntimo a detractor frontal. Sus palabras no sólo acusan al presidente de estar detrás de una campaña de desprestigio, sino que lo señalan con una gravedad inédita: lo hace responsable directo de cualquier daño que pueda sufrir él o su familia.

Leyva no es un político menor ni un disidente de última hora. Ha sido parte del corazón mismo del poder y conoce las costuras del Estado. Que alguien con ese recorrido denuncie amenazas, persecución y hostigamiento administrativo y penal no puede entenderse como una simple rabieta política. Menos aún cuando anunció, en un tono casi épico, una tercera carta pública, prometiendo seguir su cruzada “por la dignidad de Colombia”.

El detonante de esta fractura parece ser el distanciamiento profundo entre Leyva y el mandatario, especialmente tras el episodio del fracasado proceso de licitación de pasaportes, que desembocó en su salida del Ministerio de Relaciones Exteriores. Desde entonces, el exministro ha venido elevando el tono de sus críticas hasta llegar a sugerencias alarmantes sobre el estado mental del presidente y posibles adicciones. Palabras duras, que colocan al país en el incómodo terreno de la deslegitimación institucional.

Pero ahora, Leyva cruza una nueva frontera: denuncia amenazas de muerte y señala que las agresiones provienen de un clima hostil que él atribuye directamente al discurso del jefe de Estado. “Nos atacó y nos puso en carne de cañón”, afirmó en su más reciente misiva, en la que también alude a un supuesto complot judicial que se estaría gestando desde las altas esferas del poder. Según él, todo apunta a silenciarlo.

Más allá del contenido puntual de sus acusaciones, lo que preocupa es el nivel de descomposición al interior del proyecto político que prometía transformar el país. Lo que comenzó como un gobierno del cambio, aglutinando fuerzas progresistas e independientes, hoy se deshace en peleas internas, desconfianzas mutuas y duros señalamientos. Cuando los debates políticos se convierten en vendettas personales, pierde la ciudadanía, se debilita la gobernabilidad y se fractura la confianza institucional.

Las palabras de Leyva son de una gravedad tal que no pueden pasarse por alto ni ser tratadas como anécdotas de pasillo. Implican a un presidente en funciones y sugieren un entorno persecutorio propio de regímenes autoritarios. Si las acusaciones son ciertas, estamos ante un caso que amerita una investigación seria. Si son infundadas, también es grave que se utilice el peso de una figura pública para desestabilizar al país desde una narrativa sin pruebas.

El presidente Petro, por su parte, ha guardado silencio parcial sobre el tema, limitándose a desestimar las primeras cartas de Leyva como una invención conspirativa. Pero esta última denuncia, al involucrar la seguridad personal del exministro y su entorno familiar, exige una respuesta clara y contundente. En una democracia, el silencio frente a acusaciones tan severas puede leerse como desdén o, peor aún, como admisión tácita.

En medio de este escenario, lo único cierto es que Colombia se adentra en un clima cada vez más tenso y polarizado, donde la política se convierte en campo minado y la crítica, en riesgo de vida. Que un exministro de Estado deba anunciar cartas como quien anticipa bombas mediáticas no habla de la fortaleza de nuestras instituciones, sino de su fragilidad. Que se investigue. Que se esclarezca. Y que el país no siga pagando el precio de guerras personales disfrazadas de debates públicos.

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