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La grieta entre Bolívar y Petro deja ver la tensión en el corazón del Pacto Histórico

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El discurso del poder raramente se fractura en público. Por eso, cuando ocurre, retumba con fuerza. Lo que sucedió en Tibú, Norte de Santander, no fue simplemente un desplante entre dos aliados políticos, sino una señal reveladora de las tensiones que se incuban en el seno del progresismo colombiano. Gustavo Bolívar, figura clave del petrismo y hasta hace poco director del Departamento de Prosperidad Social, parece haber iniciado una retirada, no solo institucional, sino emocional y política, de la órbita de Gustavo Petro.

El momento fue tan inédito como incómodo. En medio de un evento con comunidades del Catatumbo, el presidente interrumpió abruptamente el protocolo y desautorizar públicamente a Bolívar, quien se disponía a intervenir. “Si ya renunció, no tiene por qué estar aquí”, espetó Petro, con tono agrio, desatando murmullos de asombro entre los asistentes. Bolívar, visiblemente afectado, no respondió en el acto, pero horas más tarde dejó caer una frase cargada de simbolismo en su cuenta de X: “Lo mejor es que nos demos un tiempo”.

En política, como en el amor, “darse un tiempo” rara vez es un simple paréntesis. Implica una pausa cargada de reproches, de decepciones no expresadas, de proyectos compartidos que se erosionan. Para Bolívar, quien ha sido más que un aliado—una especie de escudero ideológico del presidente—esta toma de distancia parece el resultado de una acumulación de diferencias, tal vez en el rumbo, en el tono o en el ejercicio del poder desde la Casa de Nariño.

Desde los días de la campaña, Bolívar fue una figura insustituible para Petro. Enfrentó a los medios, cargó con críticas, defendió con fervor las banderas del cambio. Su salto a la administración pública como director del DPS se interpretó como la continuidad natural de esa lealtad. Pero ese paso del discurso a la gestión fue también una prueba de fuego, y como parece ahora, un camino plagado de tensiones no resueltas.

El hecho de que la ruptura se haya escenificado en un acto público revela un cambio de dinámica. Petro, cada vez más encerrado en su lógica de confrontación, no tolera matices ni fisuras. Su gesto en Tibú no solo fue un desaire personal a Bolívar, sino un mensaje al interior del Gobierno: la disciplina pesa más que la trayectoria. Y en ese sentido, el progresismo en el poder empieza a parecerse demasiado a los gobiernos que tanto criticó.

Bolívar, por su parte, ha optado por el silencio estratégico. Más allá de la frase en redes, no ha dado entrevistas ni buscando micrófonos. Una actitud que contrasta con su perfil combativo habitual, y que podría indicar una reflexión más profunda: ¿hasta qué punto puede sostenerse un proyecto colectivo si las formas de liderarlo se vuelven autoritarias o excluyentes?

La ruptura, aún no consumada del todo, deja heridas visibles. También plantea preguntas incómodas para el petrismo: ¿puede sobrevivir una coalición de cambio si su capital humano es desechado en público? ¿Qué mensaje recibe el electorado que creyó en la promesa de una política diferente? La escena en Tibú fue más que un desplante; fue un síntoma de algo que ya no fluye con naturalidad.

Como en toda relación deteriorada, quizá sí sea lo mejor “darse un tiempo”. Pero en política, los tiempos no se detienen. Y mientras el reloj avanza, el proyecto de cambio de Gustavo Petro enfrenta un desafío que ni el poder ni la palabra pueden eludir: el arte de cuidar a los propios. ¿Quién cuidará ahora a Bolívar? ¿Y quién, dentro del petrismo, se atreverá a cuestionar sin ser señalado?

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