Estados Unidos, durante décadas autoproclamado bastión de la libertad y tierra de oportunidades, enfrenta hoy un llamado de atención que retumba desde los pasillos diplomáticos de ocho de las democracias más influyentes del planeta. Alemania, Canadá, Dinamarca, Francia, Finlandia, Irlanda, Noruega y el Reino Unido han emitido alertas formales o recomendaciones a sus ciudadanos para evitar, o al menos reconsiderar, sus viajes a territorio estadounidense. Una advertencia tan inédita como sintomática.
El centro de la preocupación no es una amenaza natural ni un conflicto armado. Es el sistema migratorio, sus inconsistencias y, sobre todo, una creciente sensación de discriminación. La gota que rebosó la copa ha sido el endurecimiento de los controles migratorios impulsado por la administración del expresidente Donald Trump, cuyas secuelas aún impregnan las políticas actuales, dejando un sabor amargo incluso a los aliados tradicionales de Washington.
Lo que antes era considerado un trámite de rutina —ingresar a EE. UU. con una visa vigente o una autorización ESTÁ— hoy puede convertirse en un recorrido lleno de obstáculos, interrogatorios y, en algunos casos, humillaciones. Visitantes con toda su documentación en regla han sido detenidos, deportados o enfrentado cancelaciones de sus permisos sin justificación aparente. El relato de los viajeros comienza a parecerse más al de los solicitantes de asilo que al de turistas.
Los gobiernos europeos han recogido esos testimonios. Y aunque sus pronunciamientos no constituyen prohibiciones formales, sí representan una seria advertencia. No se trata de una reacción emotiva, sino de un cálculo geopolítico: ¿cómo se puede seguir considerando a EE. UU. un socio confiable si ni siquiera garantiza un trato digno a ciudadanos de países aliados?
Más allá del golpe a la diplomacia, el mensaje es también una herida directa a la imagen de Estados Unidos como destino turístico, académico y de negocios. El país que alguna vez simbolizó el sueño de miles de personas ahora es señalado por prácticas que recuerdan épocas oscuras de exclusión y xenofobia. El “America First” dejó una huella difícil de borrar, incluso cuando su autor ya no ocupa la Oficina Oval.
Este episodio es, además, una alerta para el mundo: el autoritarismo puede comenzar con decretos migratorios, pero sus efectos contaminan el tejido social y debilitan las relaciones internacionales. Que ocho países desarrollados levanten la voz en un mismo sentido no es un gesto menor; es una denuncia coral sobre la fragilidad de las garantías en la potencia que solía dictar el estándar.
En el fondo, esta decisión refleja una nueva era en la que los vínculos internacionales se miden tanto por la economía como por los valores. El respeto a los derechos humanos, la no discriminación por género o nacionalidad, y la confianza en el debido proceso son hoy indicadores de reputación nacional. Y en ese ranking, Estados Unidos parece estar descendiendo con preocupante rapidez.
El desafío ahora no es sólo político, sino moral. La pregunta que queda flotando es inquietante: ¿puede una nación que aspira a liderar al mundo seguir tratando a los visitantes como sospechosos? Las respuestas no llegarán solo desde los tribunales ni desde los informes oficiales, sino desde la elección personal de millones de ciudadanos del mundo que, ante la duda, podrían optar por mirar hacia otro destino.