Valledupar, con su río Guatapurí, su brisa ardiente y su música de acordeones, fue este fin de semana el escenario de una nueva polémica en la política colombiana. Mientras miles de ciudadanos se congregaron para celebrar una de las expresiones culturales más representativas del país, varios congresistas del Pacto Histórico —incluidos David Racero y Agmeth Escaf— fueron vistos bailando, cantando y brindando en el Festival Vallenato. Las imágenes desataron una tormenta política que trasciende el folclor.
La senadora María Fernanda Cabal, una de las voces más críticas del gobierno Petro, no tardó en reaccionar. “Petristas en fiesta mientras el país se cae a pedazos”, escribió, en una frase que más que crítica, funcionó como combustible para avivar el fuego de la polarización. En su argumento, mientras el país enfrenta crisis de seguridad, problemas económicos y escándalos de corrupción, los líderes del oficialismo se distraen entre tragos y parranda.
Los videos que circularon por redes sociales muestran al ex presidente de la Cámara, David Racero, en aparente estado de embriaguez, bailando con un vaso en mano. También aparece la superintendente de Industria y Comercio, Cielo Rusinque, cantando vallenatos al borde del río. Hasta el ministro de Educación, Daniel Rojas, fue captado en uno de los escenarios del festival, sumando tensión al debate sobre la responsabilidad pública y la imagen del gobierno.
Desde la orilla petrista, la respuesta no se hizo esperar. Defendieron su presencia como parte del compromiso con la cultura popular y recordaron que el Festival Vallenato no es solo un evento de fiesta, sino también un espacio patrimonial, artístico y social al que todo colombiano tiene derecho a asistir, incluyendo los funcionarios. Aseguraron, además, que ningún asunto de Estado fue desatendido y que la indignación de la oposición no es más que una estrategia para capitalizar el descontento.
La discusión, sin embargo, no es solo sobre el licor y la música. El país atraviesa una etapa de desconfianza institucional, con una economía en tensión, decisiones judiciales de alto impacto y una ciudadanía que mira con lupa cada gesto del poder. En ese contexto, la imagen de los dirigentes bailando mientras las noticias hablan de escándalos en la UNGRD o de violencia en las regiones, se vuelve símbolo de un desajuste de prioridades.
Hay quienes recuerdan que este no es un fenómeno nuevo: la historia colombiana está plagada de imágenes de gobernantes en celebraciones mientras el país arde. Pero el ciclo digital actual amplifica todo: un video en redes puede pesar más que una ley en el Congreso, y una fiesta pública puede costar más políticamente que un error técnico. En tiempos de alta sensibilidad ciudadana, la percepción es casi tan determinante como la acción.
La pregunta de fondo sigue siendo incómoda: ¿pueden los funcionarios públicos disfrutar de espacios culturales mientras enfrentan las complejidades del gobierno? La respuesta es sí, pero no sin consecuencias. La gestión pública exige no sólo eficacia, sino también coherencia simbólica. Y, en ocasiones, una fiesta puede ser percibida como frivolidad, incluso si no hay una sola ley que la prohíba.
En el fondo, esta controversia es una radiografía del momento político que vive Colombia: un país partido entre la crítica y la defensa, entre la indignación y la celebración. Donde una parranda puede convertirse en argumento electoral y donde lo simbólico pesa tanto como lo concreto. Mientras el vallenato suena en la plaza, en Bogotá se afinan las punzantes melodías del debate político.