Lunes, 04 de Agosto de 2025
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En el paro del petrismo, el silencio de la mayoría fue más elocuente que las arengas

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Las marchas convocadas esta semana por el Gobierno Nacional y sectores afines al petrismo, con el fin de mostrar músculo popular frente a la opinión pública y abrir camino a una eventual consulta popular, terminaron dejando una imagen muy distinta a la esperada: más que el ruido de las arengas o la pirotecnia ideológica, lo que quedó fue el eco de una ciudadanía hastiada. Una ciudadanía que no marchó, no gritó, pero que sí sufrió: atascada en trancones, amenazada por encapuchados, ahogada por el caos.

En Bogotá, la capital que tantas veces ha sido testigo de movilizaciones históricas, la jornada del miércoles comenzó con tónica pacífica, pero rápidamente se desfiguró. Lo confirmó el alcalde Carlos Fernando Galán: mientras la marcha principal del Parque Nacional a la Plaza de Bolívar se desarrollaba sin sobresaltos, en otros puntos de la ciudad grupos de encapuchados bloquearon vías y desataron enfrentamientos con la Fuerza Pública. La 26, la NQS con calle 45, Usme, Suba y Banderas fueron los escenarios del desorden.

Particularmente tenso fue lo ocurrido en el barrio La Gaitana, en Suba. Allí, una velatón pacífica por Angie Alejandra Rodríguez Moreno, joven fallecida tras un procedimiento policial el 22 de mayo, derivó en disturbios. La presencia de encapuchados que atacaron con bombas molotov y papas explosivas un CAI cercano, obligó al despliegue de tanquetas del Esmad. El fuego cruzado se extendió por varias manzanas, mientras los habitantes del sector se refugiaban y maldecían la violencia.

Pero lo más significativo de la jornada no ocurrió en las barricadas, sino en los rostros y las voces de quienes no marcharon. En redes sociales se multiplicaron los videos de ciudadanos que increparon a los manifestantes violentos. «¡Déjennos camellar!», se escuchó una y otra vez. Esa frase, simple pero cargada de cansancio, se convirtió en el verdadero himno del día. Porque detrás del relato oficial de “movilización popular”, lo que se vivió fue una afectación masiva al derecho al trabajo, a la movilidad y a la paz cotidiana.

El balance fue demoledor: 1 ‘800.000 usuarios de Transmilenio afectados, 211 rutas interrumpidas, hospitales y escuelas con dificultades de operación, y comerciantes perdiendo un día entero de ventas. “La gente está cansada”, sentenció Galán, con razón. Porque en una ciudad marcada por la informalidad laboral y la subsistencia diaria, paralizar el transporte es mucho más que una molestia: es un golpe directo al bolsillo del más débil.

La violencia se trasladó al sur del país al día siguiente. En Popayán, la capital caucana, encapuchados atacaron con explosivos improvisados el CAI del barrio La Paz. Los hechos, aunque aislados geográficamente, comparten el mismo patrón: una protesta difusa, infiltrada por sectores radicales, que no logra cohesionar el apoyo ciudadano y termina dejando más desconfianza que esperanza. Y en medio de todo, los promotores del paro parecen haber subestimado el pulso silencioso de la mayoría: la que no marchó, pero sí habló desde su hartazgo.

Mientras tanto, el Gobierno intenta capitalizar políticamente unas marchas que, en vez de mostrar fuerza, evidenciaron la fractura. La Central Unitaria de Trabajadores (CUT), cuyo presidente será demandado por su papel en la convocatoria, queda en la mira por la ambigüedad entre sindicalismo y activismo partidista. Y el Ejecutivo, que pretendía tomarle el pulso a la calle, recibió una respuesta más clara de lo que imaginaba: no fue un grito de apoyo, sino un susurro de rechazo que retumba con más fuerza que cualquier eslogan.

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