En política, el tiempo no solo es oro: es poder, es estrategia, es destino. A las 4:00 p. m. El martes, en una plenaria cargada de tensión y dramatismo, el Senado de la República votó el proyecto más simbólico del Gobierno de Gustavo Petro: la consulta popular, una propuesta ambiciosa que buscaba someter al veredicto ciudadano reformas estructurales que el Congreso ha bloqueado. La derrota fue ajustada: 49 votos en contra, 47 a favor. Pero la verdadera noticia no estuvo en el conteo, sino en una ausencia: Martha Peralta, senadora del Pacto Histórico, no estuvo en su curul cuando más se necesitaba.
Peralta no es una congresista cualquiera. Llegó al Senado respaldada por la lista cerrada del Pacto Histórico, la misma que se presentó como una apuesta por la transformación política, la representación de nuevos liderazgos y el compromiso con las causas populares. Su papel, en esa hora crítica, era estar. Solo eso. Pero no estuvo. Mientras los votos se contaban con la precisión de un bisturí, ella había salido del Capitolio sin dejar rastro claro de su paradero. Su ausencia fue, paradójicamente, el voto más contundente de la jornada.
Lo que siguió fue un espectáculo digno de una crónica política: gritos, reclamos, acusaciones de fraude que nunca se comprobaron, golpes sobre la mesa del secretario del Senado y un ministro del Interior visiblemente alterado, defendiendo hasta el último momento el derecho del Gobierno a consultar al pueblo. Pero el conteo era implacable. La consulta quedó archivada. Y aunque los titulares apuntaron a la votación, el foco real estaba sobre la senadora ausente.
Al día siguiente, Peralta ofreció una breve y titubeante explicación. Dijo que había salido por motivos de salud, que tiene problemas de colon y que buscó atención médica en el edificio nuevo del Congreso. Afirmó que nadie le avisó que la votación estaba por comenzar y denunció, sin aportar pruebas, que fue víctima de una “persecución”. Pero sus argumentos no lograron disipar las dudas. En el escenario más importante del periodo legislativo, su desaparición dejó al Gobierno sin uno de sus votos clave y al Pacto Histórico expuesto ante su propia fragilidad interna.
La política, como la historia, no perdona las ausencias en los momentos cruciales. Y esta no fue cualquier votación. Era el intento del presidente Petro por usar el mecanismo de la consulta popular para sortear un Congreso que le ha sido adverso, una jugada arriesgada que necesitaba disciplina total de su bancada. Que dos votos del propio Pacto se hayan desvanecido —uno por ausencia, otro por omisión— no solo debilitó al Gobierno: desnudó las grietas de una coalición que a veces parece más un archipiélago de intereses que un bloque sólido de poder.
En medio de ese desconcierto, la figura de Peralta se convierte en símbolo involuntario del desorden. No se le exige perfección, ni heroísmo, ni siquiera absoluta lealtad. Solo presencia. En política, como en el ajedrez, una pieza fuera del tablero deja de contar, por más que haya sido parte esencial de la estrategia inicial. Y si esa pieza es del propio color, el daño es aún más profundo.
Para el Gobierno, el episodio representa una derrota no solo legislativa, sino simbólica. La consulta popular era más que un instrumento: era una bandera, una declaración de principios. Y su caída, por un par de votos que se esfumaron entre excusas y confusión, pone en evidencia los límites de una narrativa que no siempre encuentra coherencia en la acción.
En adelante, el Congreso seguirá siendo un terreno hostil para Petro. Pero quizás el mayor desafío ya no venga de la oposición tradicional, sino de su propia casa. Una casa donde, al parecer, no todos saben cuándo deben estar en pie. Y en política, como en la vida, a veces no estar es el error más imperdonable.