Roma amaneció con un silencio reverente. Aún bajo la tenue luz de la madrugada, el féretro del papa Francisco fue trasladado desde la residencia de Santa Marta hasta la basílica de San Pedro, donde miles de fieles ya se congregan para rendirle homenaje. El pontífice argentino, que marcó un antes y un después en la historia reciente de la Iglesia, reposa ahora en capilla ardiente bajo el baldaquino de Bernini, como lo han hecho sus predecesores, pero con la singularidad que siempre lo distinguió.
El cuerpo de Jorge Mario Bergoglio, vestido con la tradicional casulla roja de los papas fallecidos y sosteniendo su inseparable rosario, fue recibido entre cánticos y rezos. La procesión fue sobria pero cargada de simbolismo: cardenales, monseñores y la Guardia Suiza escoltaron sus restos mientras las campanas repicaban en San Pedro, resonando como un eco del legado que deja tras de sí.
Francisco, el papa “del fin del mundo”, como él mismo se autodenominó en 2013, inicia su último trayecto terrenal hacia la basílica de Santa María la Mayor, donde será sepultado este sábado. Será el primer pontífice en más de un siglo que no será enterrado dentro del Vaticano, una decisión coherente con su estilo pastoral sencillo y su constante mensaje de humildad.
Desde las primeras horas del día, multitudes llegaron a la Plaza de San Pedro. Algunos llevaban imágenes del pontífice, otros sostenían rosarios y cartas. La emoción, contenida y profunda, se palpaba en cada rincón. No solo era la despedida de un líder religioso, sino de un símbolo de cercanía, de reforma, de voz profética en tiempos turbulentos para la humanidad y para la propia Iglesia.
El camarlengo, cardenal Kevin Farrell, fue el encargado de presidir la ceremonia de traslado. Con voz serena, elevó una oración desde la capilla de Santa Marta: “Al dejar ahora este hogar, demos gracias al Señor por los innumerables dones que concedió al pueblo cristiano a través de su siervo, el Papa Francisco”. Sus palabras resonaron entre los muros de mármol con una fuerza que traspasó lo litúrgico y se instaló en el alma colectiva de los presentes.
Durante doce años de pontificado, Francisco supo navegar entre la tradición y la urgencia del cambio. Habló de ecología cuando pocos lo hacían, abrió puertas al diálogo interreligioso, y puso en el centro de su papado a los descartados del mundo: los migrantes, los pobres, los enfermos. Su liderazgo fue, en muchos sentidos, contracultural, pero profundamente evangélico.
Ahora, en la quietud majestuosa de la basílica, el pueblo católico le retribuye con oraciones, lágrimas y gratitud. No hay gritos, no hay clamores. Solo una fila interminable de fieles que avanzan en silencio, algunos con la mirada perdida en recuerdos, otros simplemente conmovidos por la presencia de quien fue su guía espiritual. Francisco no solo habló de misericordia: la vivió.
En los días venideros, el mundo reflexionará sobre su herencia. Pero en este momento de recogimiento, Roma y la Iglesia universal abrazan a su pastor una última vez. Y mientras el incienso se eleva hacia la cúpula de Miguel Ángel, una certeza queda flotando en el aire: Francisco fue, y seguirá siendo, un faro para quienes buscan esperanza, justicia y paz.