En un país donde las fronteras entre lo legal y lo ilícito se desdibujan con preocupante frecuencia, el caso de Carlos Andrés Cruz Jurado, funcionario de la Sociedad de Activos Especiales (SAE), representa no solo una afrenta a la ética pública, sino una advertencia rotunda sobre los vacíos de control en las instituciones encargadas de sanear los rastros de la criminalidad. La escena, digna de una novela negra tropical: Cruz Jurado, linterna en mano, escarbando pisos y paredes de una antigua guarida del narcotráfico, no como parte de una diligencia oficial, sino —según la acusación— en busca de caletas con posibles tesoros escondidos por el hampa.
Este escándalo trasciende lo anecdótico. La SAE, entidad creada para custodiar, administrar y eventualmente democratizar los bienes incautados al crimen organizado, enfrenta ahora una herida en su legitimidad. Si quienes deben velar por la transparencia terminan tentados por las sombras del pasado criminal de estos bienes, ¿en manos de quién está realmente la recuperación del patrimonio ilícito que Colombia tanto necesita reintegrar al tejido social?
Según el reporte oficial, el funcionario, adscrito a la Territorial Sur y con apenas un año en el cargo, fue sorprendido junto a otros individuos —aún sin identificar plenamente— mientras abría huecos en busca de supuestos escondites de dinero o joyas. Pero lo más inquietante no es la acción en sí, sino los documentos que se le encontraron: contratos de mantenimiento aparentemente falsificados, un indicio claro de una posible red de corrupción que operaría desde el interior del Estado, aprovechándose del poder delegado para fines oscuros.
Esta no es la primera vez que una entidad encargada de administrar bienes del narcotráfico es salpicada por irregularidades. Desde hace años se viene denunciando la opacidad en los procesos de arriendo, mantenimiento y adjudicación de estos activos. Lo de ahora no parece un hecho aislado, sino el síntoma de un sistema que aún no ha logrado blindarse contra la codicia y la infiltración.
La SAE, por su parte, reaccionó con celeridad: separó de su cargo a Cruz Jurado y pidió formalmente a la Fiscalía que actuara con toda la rigurosidad del caso. Pero eso no basta. El país necesita saber qué protocolos de vigilancia interna se activaron antes de este hecho, qué controles existen sobre el acceso físico a los bienes y si hay más funcionarios vinculados directa o indirectamente en esta red que, de confirmarse, estaría utilizando la plataforma institucional del Estado para saquear los vestigios del crimen organizado.
Resulta doloroso pensar que, en lugar de resarcir los daños del narcotráfico, estas propiedades siguen siendo escenarios de saqueo. Porque al final, cada peso que se roba o se desvía de estos activos, es un peso que no llega a víctimas, comunidades o programas de reinserción. El crimen continúa su curso, esta vez con credencial de funcionario público.
Este caso debería marcar un antes y un después. No solo por el acto grotesco de un empleado estatal convertido en buscador de tesoros ajenos, sino porque desnuda la necesidad urgente de una reforma estructural en la administración de los bienes incautados. Más vigilancia, más transparencia y sobre todo, más sanción ejemplarizante.
En un país donde las mafias han aprendido a mimetizarse entre instituciones, el Estado no puede darse el lujo de seguir cavando hacia su propia descomposición. Que este episodio sirve como alarma y no como otro titular fugaz en la crónica roja de nuestra institucionalidad.