Durante años, el suroriente de Medellín ha sido vitrina del crecimiento urbano de alto nivel: torres residenciales con vista a las montañas, apartamentos que superan los mil millones de pesos y urbanizaciones que prometen calidad de vida entre la naturaleza. Pero esa misma postal de opulencia hoy se desmorona —literalmente— en la Loma de Los Balsos. Lo que parecía una emergencia puntual por el deslizamiento de tierra se ha convertido en el espejo de una verdad incómoda: también en las zonas de estrato seis se construye sin control y sin ley.
El alcalde Federico Gutiérrez lo dijo sin rodeos: “Lo de Los Balsos es peor de lo que nos imaginábamos”. Y los datos respaldan la alarma. En solo tres semanas se han removido más de 25.000 metros cúbicos de tierra y roca, una cifra que impresiona incluso a los técnicos en obras civiles. Son más de 1.600 volquetas trabajando a toda marcha para contener una emergencia que, según las primeras investigaciones, fue provocada por construcciones irregulares en la parte alta del terreno, desvíos ilegales de quebradas y un manejo irresponsable de las aguas subterráneas.
Resulta irónico que en una ciudad obsesionada con fiscalizar la informalidad en las comunas populares, el desastre provenga de zonas donde los permisos deben estar en regla y los estándares técnicos deberían ser intocables. Pero esta vez no hay invasiones, sino proyectos con licencia que se transformaron —por omisión o por codicia— en amenazas latentes. A las quebradas se les cambió el curso, se perforaron los cerros, se cargó la montaña con estructuras pesadas sin un estudio serio del subsuelo. El resultado: la tierra respondió.
Lo que salvó vidas fue la intuición y el compromiso de los vigilantes y trabajadores de las unidades residenciales, que dieron la alerta cuando notaron que la loma se empezaba a mover. Si no fuera por esa rápida reacción, estaríamos contando muertos y no daños materiales. Pero más allá del susto, la tragedia deja una lección profunda: la informalidad no distingue estratos. Las leyes de la física y de la tierra son democráticas en su rigor.
El caso pasó de ser una contingencia a un problema estructural. La Alcaldía ha anunciado sanciones y acciones judiciales, pero el daño está hecho. La vía continúa cerrada, sin fecha de reapertura, y el impacto económico sobre la movilidad y el comercio local se siente en cada esquina de El Poblado. Lo más grave: aún no hay certeza de que el terreno se haya estabilizado del todo. La montaña sigue hablando y nadie puede garantizar que su voz no se convierta en otro alarido de desastre.
Este episodio pone en el banquillo a múltiples actores: constructores que jugaron con fuego, curadurías urbanas permisivas, autoridades ambientales ausentes y, claro, una administración anterior que no supo —o no quiso— detener el avance de proyectos sospechosos. Porque la omisión también mata. Y aquí se permitió demasiado, hasta que la montaña colapsó.
La emergencia de Los Balsos no puede ser tratada como un hecho aislado. Debe ser un punto de inflexión. Es urgente revisar la forma en que se están otorgando licencias en las laderas urbanas, independientemente del estrato. Se necesita una política de ordenamiento que respete el territorio, y no una que lo vea como un mero soporte para el cemento y los dividendos.
Mientras tanto, la montaña espera. Y Medellín, entre la indignación y el asombro, mira cómo se derrumba una verdad que por años se quiso negar: que la ilegalidad urbanística también se viste de etiqueta.