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El abismo entre el discurso y la realidad: radiografía de una seguridad que se desmorona

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Colombia, un país acostumbrado a convivir con la violencia, parece estar cruzando un umbral que ni siquiera las estadísticas oficiales logran disimular. Un reciente informe de seguridad ha dejado al descubierto una desconexión alarmante entre las declaraciones del exministro de Defensa, Iván Velásquez, y la cruda realidad que golpea a las regiones. Mientras él sostenía que la extorsión era el único delito sin control, los datos muestran que otras amenazas, igual de corrosivas, han crecido de forma exponencial.

La cifra más inquietante la protagoniza el tráfico de migrantes, que según el informe aumentó en un escandaloso 1.800 % durante los últimos cinco años. No se trata de un error menor ni de un fenómeno aislado. Este repunte obedece a redes criminales que han encontrado un negocio floreciente en el éxodo masivo hacia el norte del continente, aprovechando el paso obligado por el tapón del Darién y la fragilidad institucional en zonas de frontera.

A esto se suman otras preocupaciones que los gobernadores ya han puesto sobre la mesa del nuevo ministro de Defensa. En departamentos como Norte de Santander, Chocó y Cauca, el control territorial está en disputa permanente entre disidencias, estructuras del narcotráfico y bandas armadas emergentes. Mientras tanto, las autoridades locales, con escasos recursos, apenas logran contener los estallidos más visibles de esa violencia cotidiana.

El problema, sin embargo, no es solo de cifras ni de mapas de calor que encienden alertas en rojo. Es un asunto de credibilidad. Cuando un ministro minimiza o distorsiona la realidad, pierde autoridad frente a las Fuerzas Armadas y genera desconfianza entre los ciudadanos. La narrativa oficial, por bien intencionada que sea, no puede contradecir lo que se vive en las calles, en los ríos y en las veredas donde la ley es una sombra borrosa.

Este desfase también refleja una falla en la comunicación entre el nivel central y los territorios. Los gobernadores han comenzado a exigir algo más que presencia militar: quieren estrategias diferenciales, recursos sostenibles y un enfoque integral que no dependa de los vaivenes políticos de turno. El nuevo ministro tiene ante sí no solo la tarea de coordinar operativos, sino de reconstruir una política de seguridad que se percibe hoy desarticulada.

Resulta paradójico que, en medio de un gobierno que se ha declarado abiertamente a favor de la “paz total”, las cifras de violencia crecen en silencio, sin que se dimensionen en el debate público. La seguridad no se construye solo con voluntad de diálogo, sino también con capacidad de control territorial, inteligencia efectiva y presencia institucional. Sin esos pilares, cualquier intento de pacificación se convierte en un saludo a la bandera.

Es urgente repensar las prioridades. ¿Estamos protegiendo a las comunidades o simplemente gestionando estadísticas? ¿La política de seguridad responde a la realidad del país profundo o se diseña desde escritorios bogotanos, desconectados de la selva, la montaña y la frontera? Las respuestas a esas preguntas definirán el rumbo del gobierno en materia de orden público y, por extensión, su legado.

En un país donde la violencia muta con rapidez y la criminalidad se adapta mejor que el Estado, no hay espacio para discursos complacientes. El nuevo ministro hereda no sólo un desafío operativo, sino también una deuda de confianza. Colombia necesita algo más que promesas: necesita resultados que se sientan en Tumaco, en Maicao, en Quibdó. Porque allí, y no en los auditorios capitalinos, es donde se juega la verdadera seguridad del país.

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