En el corazón agitado de la Comuna 13, donde las cicatrices del conflicto todavía laten en las paredes grafiteadas y los callejones empinados, se abre una nueva herida. La parroquia Santa Rosa de Lima, ícono espiritual de San Javier, guarda en su osario un inquietante secreto: 82 cuerpos sin identificar, que reposan en silencio entre rezos y misas, aguardando ser reconocidos por una ciudad que aún no termina de mirar de frente su pasado.
Los restos óseos, acumulados durante la década más violenta de Medellín —aquella en la que paramilitares, milicianos y bandas criminales se disputan con sangre cada cuadra—, emergen ahora como una dolorosa interpelación a la memoria colectiva. La coincidencia entre las fechas de su recolección y los años de plomo que marcaron la historia reciente de la Comuna 13 no parece ser fortuita. Más bien, es un eco macabro de una época donde los desaparecidos se multiplicaban al ritmo de las ráfagas.
Durante años, el templo fue refugio espiritual y, al parecer, también morada final de aquellos sin nombre. Monseñor Jorge Enrique Suárez, quien falleció sin aclarar el origen de los restos ni las circunstancias de su llegada al recinto, se llevó consigo una parte crucial del rompecabezas. La comunidad, sorprendida y dolida, ahora exige respuestas a una historia que ha permanecido sepultada entre féretros anónimos y archivos cerrados.
La Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) ha anunciado que no descarta intervenir el osario. Y aunque aún no se ha definido una ruta clara, la posibilidad de realizar exhumaciones y análisis forenses abre una ventana de esperanza para cientos de familias que siguen preguntando por sus seres queridos. No es sólo una tarea técnica, es una deuda moral con quienes nunca recibieron siquiera un adiós.
Este hallazgo reaviva el debate sobre los escenarios no convencionales del conflicto armado. Ya no se trata sólo de fosas comunes en zonas rurales o de cuerpos lanzados a ríos; ahora, incluso los lugares sagrados pueden haber sido silenciosos receptáculos del horror. Santa Rosa de Lima, más que una iglesia, podría convertirse en una pieza clave del rompecabezas nacional sobre la desaparición forzada.
La Escombrera y La Arenera, terrenos ya marcados por las medidas cautelares de la justicia transicional, están a escasos minutos del templo. Allí, las excavaciones han tropezado con la imposibilidad técnica y el olvido institucional. Pero quizá este nuevo capítulo impulse una mirada más amplia, más humana, que no reduzca la verdad a expedientes polvorientos, sino que la ubique en los huesos que claman desde el silencio.
La Comuna 13 ha luchado por resignificar su historia, convirtiéndo en un símbolo de resistencia cultural y renacimiento urbano. Sin embargo, esta nueva revelación recuerda que el pasado aún reclama justicia. No basta con embellecer los muros si bajo ellos aún yacen preguntas sin respuesta.
Mientras las campanas de Santa Rosa de Lima siguen repicando, ahora también suenan como un llamado a la verdad. Que el incienso y las oraciones no encubren el deber de esclarecer, que los nombres regresen a los cuerpos y que la historia deje de repetirse. Porque sin memoria, ni verdad, ni justicia, la paz seguirá siendo apenas un espejismo.