Lunes, 28 de Abril de 2025
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Del juzgado al lienzo: el Palacio Nacional renace como templo del arte

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El centro de Medellín, tan convulso como entrañable, guarda secretos que el ruido cotidiano muchas veces oculta. Uno de ellos —sin duda el más llamativo— se alza solemne entre vendedores informales, melodías de reguetón y ecos de justicia: el Palacio Nacional, aquella edificación de arquitectura ecléctica que por años fue bastión del poder judicial, es hoy una sorprendente galería de arte con más de tres mil obras distribuidas entre escaleras, salones y antiguos despachos.

Construido hace cien años por el arquitecto belga Agustín Govaerts y continuado por la mano sensible de Pedro Nel Gómez, el edificio ha vivido más de una metamorfosis. En sus muros aún se perciben ecos de veredictos y disputas legales, pero ahora se oyen pinceles deslizarse sobre lienzos, se huele el barniz de las esculturas recién pulidas y se siente el murmullo de un nuevo tipo de juicio: el que dictan las miradas frente a una obra de arte.

El cambio no fue inmediato ni sencillo. Durante años, el Palacio fue escenario de críticas por su destino comercial, un bazar ecléctico en el que la memoria arquitectónica parecía diluirse entre vitrinas de ropa y celulares. Pero como todo en Medellín, también este lugar ha demostrado su capacidad para reinventarse. Desde hace tres años, sus últimos pisos se han convertido en una inesperada catedral cultural, hermanada con el cercano Museo de Antioquia y el Palacio de la Cultura.

Quien se atreve a subir más allá del bullicio de los primeros pisos se encuentra con una realidad alterna. Allí, donde antes se dictaban sentencias, hoy se exponen obras originales de artistas de renombre como David Manzur, Enrique Grau y Ómar Rayo. Entre los muros que antes albergaban expedientes, hoy cuelgan paisajes fantásticos, retratos simbólicos y ejercicios abstractos que invitan a la contemplación.

El contraste es tan brutal como fascinante. La escalera central, de aires claustrales, guía al visitante por un viaje que va del comercio al arte, del grito a la pausa, de lo inmediato a lo eterno. Desde el tercer piso en adelante, la atmósfera se transforma. Se multiplican las galerías, algunas minimalistas, otras rebosantes de color y textura. Incluso hay talleres abiertos donde los artistas trabajan a la vista del público, recuperando así el vínculo directo entre creador y espectador.

Aparece entonces el arte como resistencia y como lenguaje transversal. Esculturas monumentales comparten espacio con pequeños estudios gráficos. En una sala, un caballo de bronce parece a punto de galopar hacia el Bulevar de Junín, mientras que en otra, una instalación digital convierte un Ferrari en una oda al pixel. El arte aquí no se encierra: se exhibe, se toca, se conversa.

Esta nueva vida del Palacio no solo devuelve al edificio su dignidad estética, sino que propone un modelo híbrido de espacio público. Uno donde el arte convive sin complejos con la venta popular, y donde los antiguos símbolos del poder se resignifican como puntos de encuentro cultural. En un país que aún aprende a reconciliarse con su pasado, esta transformación es también una metáfora posible.

Porque Medellín es así: a veces dura, a veces tierna, siempre inquieta. Y su Palacio Nacional, ese que fue sede de juzgados, después mercado y ahora galería, es una prueba viva de que los muros también pueden sanar, reinventarse y volver a hablar —esta vez, a través del arte.

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