En medio del estallido silencioso que vive el Catatumbo, una de las regiones más heridas por el conflicto armado, el Gobierno Nacional le ha suplicado a la Corte Constitucional que no desmonte el decreto de conmoción interior, piedra angular de una estrategia de contención que, aunque controversial, pretende sostener la presencia del Estado en un territorio donde, por décadas, ha brillado por su ausencia. La solicitud, hecha por los ministros del Interior y de Defensa, pone en tensión dos pilares del Estado: el imperio de la ley y la necesidad urgente de garantizar el orden.
Armando Benedetti, ministro del Interior, fue claro en su advertencia: si se cae el decreto “madre”, se derrumba con él el andamiaje de once normas adicionales que sostienen, según el Ejecutivo, las operaciones de la Fuerza Pública en la zona. “La Fuerza Pública quedaría en tierra, quedaría detenida, quedaría parada”, sentenció, subrayando el riesgo de dejar sin herramientas a quienes enfrentan, a diario, a los fusiles del ELN y las disidencias de las FARC. Es, en esencia, una súplica de excepción frente a una realidad de excepción.
El ministro Pedro Sánchez, de Defensa, respaldó la petición en nombre de la urgencia operativa y la seguridad nacional. Si bien el Gobierno ya levantó formalmente la conmoción interior, prorrogó las medidas que considera esenciales para mantener la contención del caos en Catatumbo. Allí, donde las leyes parecen más débiles que las balas, la institucionalidad se sostiene con alfileres. De ahí el temor del Ejecutivo: que la Corte, en su legítimo deber de controlar el poder, termine desarmando una estrategia que, con todos sus cuestionamientos, intenta llenar el vacío de autoridad.
Pero esta situación abre una grieta más honda: ¿hasta dónde puede estirarse el poder del Ejecutivo sin romper la delgada tela de la constitucionalidad? La Corte no debate simplemente un decreto: debate el modelo de equilibrio entre poderes. Que el Ejecutivo haya apelado directamente a los magistrados, pidiendo que “no se haga con base en lo político”, es en sí mismo una declaración política. Sugiere, quizá sin quererlo, que la Corte podría actuar movida por intereses distintos a la interpretación del derecho.
La conmoción interior, figura excepcional prevista en la Constitución, no es un cheque en blanco. Solo debe usarse cuando las instituciones ordinarias no pueden contener una amenaza extraordinaria. El Catatumbo, sin duda, vive una situación extrema. Pero corresponde a la Corte determinar si las medidas adoptadas respetan los límites y formas del orden constitucional. Allí radica el núcleo del debate: si el fin justifica —o no— los medios.
Es cierto que las decisiones judiciales no deben tomarse al calor del clima político. Pero también es cierto que el derecho no puede ser ajeno a la realidad del país. En este punto se cruzan dos lógicas: la de la legalidad formal y la de la gobernabilidad en tiempos de guerra irregular. Ni una ni otra puede ser ignorada. Lo ideal sería que se encontrara un equilibrio que permita salvaguardar tanto el Estado de Derecho como la seguridad de los ciudadanos del Catatumbo.
La Corte tiene, como pocas veces, la difícil tarea de tomar una decisión que será leída no sólo en clave jurídica, sino también en clave humanitaria. Si anula el decreto, podría poner en riesgo los frágiles avances del orden público en la zona; si lo mantiene, corre el riesgo de consolidar un precedente de uso laxo de las facultades excepcionales. En ambos casos, el costo político será alto, pero el costo institucional podría ser mayor.
En últimas, más que una pugna entre Gobierno y Corte, lo que se libra es una disputa por la legitimidad del Estado en una región donde el poder se ejerce más con armas que con leyes. Lo que está en juego no es un decreto: es el sentido mismo de la autoridad en Colombia. ¿Podrá la democracia imponerse sin renunciar a sus principios? Esa es la pregunta que, una vez más, nos obliga a mirar al Catatumbo no como periferia, sino como espejo.