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Antioquia sobre dos ruedas: entre la necesidad y el caos

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Cada día, como una cuenta que no se detiene, 105 nuevas motocicletas se suman al ya abrumado sistema vial de Antioquia. La cifra, más que un dato, es el termómetro de una realidad que no solo refleja el dinamismo económico del sector automotor, sino también el retrato de una movilidad urbana que se tambalea. Según Fenalco y la ANDI, ya son más de 12.000 motos matriculadas en lo que va del año, duplicando en proporción a los vehículos particulares y haciendo de este fenómeno un reto de grandes proporciones para las autoridades viales y urbanísticas.

Con más de 1.356.000 motos circulando por las calles del departamento —más de la mitad del parque automotor— Antioquia se ha convertido en un territorio dominado por las dos ruedas. El segundo en el país, superado sólo por Cundinamarca, y no precisamente por mejores vías o cultura vial, sino por necesidad, informalidad y falta de alternativas reales de transporte público. En el Valle de Aburrá, esta supremacía no es anecdótica: es estructural.

Es fácil entender el auge de las motocicletas: bajo costo, ahorro de tiempo, posibilidad de llegar donde los buses no llegan o no caben. Para miles de ciudadanos, es una herramienta de trabajo, un salvavidas económico y un medio de subsistencia. Pero también —y ahí es donde el problema se agrava— es el actor principal en los registros de accidentalidad, mortalidad vial y congestión. El mismo vehículo que representa movilidad para unos, significa riesgo para todos.

Según los expertos, la moto es una solución individual a un problema colectivo. Y como toda solución individual que se masifica sin control, colapsa al sistema. En Antioquia, cada nuevo motociclista implica también una nueva apuesta por la supervivencia en un ecosistema vial frágil, sin infraestructura adecuada, sin campañas de educación permanentes y con una vigilancia que no da abasto. El crecimiento del parque motorizado va más rápido que la capacidad institucional para ordenarlo.

Y en esa carrera desigual, el Estado parece ir en segunda marcha. Las cifras son claras: Antioquia representa casi el 16 % del total de registros nuevos de motocicletas en Colombia. Un mercado en expansión, sin duda, pero también una responsabilidad creciente. ¿Está la región preparada para asumirla? ¿O se seguirá tolerando la anarquía vial como parte del paisaje urbano? Porque, más allá de la venta y la matrícula, lo que debería preocuparnos es cómo se convive en la vía.

El Área Metropolitana, que agrupa a los 10 municipios más urbanizados del departamento, ha intentado contener la presión del tráfico con soluciones parciales: restricción de pico y placa, controles esporádicos, campañas educativas aisladas. Pero mientras no se enfrente el fenómeno de las motos con una política pública integral —que incluya regulación, incentivos para la seguridad y alternativas reales de transporte público—, lo que hoy parece una ventaja ciudadana terminará siendo un boomerang para todos.

Este no es un llamado a demonizar la moto ni a estigmatizar al motociclista. Al contrario: es una invitación a mirar de frente una realidad que ha sido ignorada por años. Sí Antioquia duplicó su parque automotor en dos ruedas, es porque sus ciudadanos encontraron en ellas una respuesta ante un sistema de movilidad que no responde. Y ahí está el verdadero problema: no en las motos mismas, sino en lo que su explosión revela.

A fin de cuentas, la moto no es el enemigo. Es el síntoma. El enemigo real es la improvisación, la falta de planificación, la indiferencia frente a un modelo de ciudad donde cada día 105 nuevas decisiones individuales se convierten en una carga colectiva. Una ciudad que se mueve sin rumbo, por mucho que avance, sigue estando perdida.

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