El Gobierno del presidente Gustavo Petro parece estar decidido a someter a las urnas aquello que no pudo materializar en el Congreso: un nuevo pacto laboral. En su más reciente Consejo de Ministros, el titular de la cartera de Trabajo, Antonio Sanguino, reveló los pormenores de las preguntas que compondrán la consulta popular con la que el Ejecutivo busca cambiar las reglas del juego en el mercado laboral colombiano. Lo que está sobre la mesa no es menor: recargos nocturnos, pagos por domingos trabajados, licencias y condiciones más humanas para millones de trabajadores.
Este intento de reforma, ahora por vía plebiscitaria, no nace de la nada. Son disposiciones que ya naufragaron en el Legislativo, donde el pulso con gremios y partidos truncó cualquier avance real. Pero el Gobierno decidió insistir, y hacerlo apelando directamente al ciudadano. ¿Es esto un acto de convicción democrática o una vía paralela para sortear las reglas del sistema político? La historia dirá. Por lo pronto, el contenido de la consulta deja claro que hay un esfuerzo por enmendar una deuda social arrastrada por décadas.
Una de las preguntas más significativas apunta a redefinir la jornada laboral diurna, fijándose entre las 6:00 a.m. y las 6:00 p.m. El recargo del 75 % por hora extra laborada después de ese horario sería, en teoría, una forma de reconocer el desgaste físico y emocional de quienes extienden su jornada en la noche. Hoy, ese recargo es de apenas el 35 %. Según el ministro Sanguino, esta brecha ha significado pérdidas acumuladas de más de $2 millones por trabajador de salario mínimo al año, una cifra que pone en evidencia la «tacañería institucional» hacia quienes sostienen la economía con jornadas extendidas.
La consulta también plantea un recargo del 100 % por trabajo en días dominicales o festivos, elevando sustancialmente los ingresos de quienes no tienen el privilegio del descanso dominical. Un trabajador que labore los cuatro domingos del mes podría recibir cerca de $50.000 adicionales. No es una fortuna, pero sí representa el reconocimiento simbólico y financiero de un sacrificio que hoy se remunera de forma incompleta.
Lo interesante —y quizás más provocador— es cómo el presidente Petro tradujo estas cifras en una narrativa política: 44 millones de pesos no pagados desde 2003 por estos recargos a un trabajador del salario mínimo. “Eso es una cuota inicial de una casa o una casa”, afirmó. Más allá del impacto numérico, la frase intenta anclar la discusión laboral en términos de equidad social. ¿Puede el país seguir permitiendo que su clase trabajadora renuncie a un techo propio para sostener con silenciosa lealtad el andamiaje económico?
Pero como toda reforma que toca intereses, está también despierta tensiones. Los empresarios ya han alertado sobre los costos que implicaría estos cambios, en especial para las pequeñas y medianas empresas. El Gobierno, por su parte, plantea que habrá estímulos paralelos para estas unidades productivas, pero no ha precisado aún cómo se blindará al tejido empresarial más vulnerable ante el aumento en los costos laborales.
También está el riesgo de que la consulta popular, lejos de ser un mecanismo de deliberación ciudadana, se transforme en un referendo sobre la figura presidencial o en un campo de batalla ideológico. Si eso ocurre, el debate sobre la justicia laboral quedará sepultado bajo los gritos de la polarización.
La dignidad del trabajo no puede seguir postergando. Pero tampoco puede imponerse por decreto plebiscitario sin un diálogo honesto con todos los sectores involucrados. La consulta popular puede ser una oportunidad histórica para redefinir los derechos del trabajador colombiano, siempre y cuando no se convierta en un ejercicio de populismo disfrazado de justicia. El reto, como siempre en Colombia, será distinguir entre lo urgente y lo justo, entre lo posible y lo necesario.