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El eco de la violencia en las montañas de Antioquia: el Clan del Golfo desafía al Estado

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En la oscuridad de la noche, entre las curvas que conectan a Zaragoza con Segovia, un estruendo volvió a sacudir el corazón del nordeste antioqueño. Esta vez, el blanco fue un camión del Ejército Nacional que regresaba de labores de patrullaje en el Bajo Cauca. La explosión, provocada por un artefacto improvisado, dejó a dos militares heridos y varios vehículos civiles afectados por la onda expansiva. Un ataque más que se suma a una escalada sistemática de violencia que parece no encontrar freno.

Con este atentado ya son quince los ataques que ha perpetrado el Clan del Golfo contra la fuerza pública en Antioquia desde el Martes Santo. Lejos de ser hechos aislados, estos actos configuran una ofensiva planificada y persistente por parte de la estructura armada más poderosa del país. El grupo, que se autodenomina Ejército Gaitanista de Colombia, ha endurecido su accionar tras la muerte de uno de sus mandos medios, alias Chirimoya, a manos de comandos élite en el departamento de Córdoba.

La subestructura responsable del atentado, conocida como Jorge Mario Valle, es producto de una amalgama táctica entre dos estructuras previas: la Jorge Iván Arboleda Garcés y la Uldar Cardona Rueda. La unión no es solo simbólica, sino también operativa. Compartieron hombres, armas y estrategias para consolidar una presencia que les permita resistir los embates del Estado, enfrentar alianzas de las disidencias de las FARC con el ELN y mantener el control de rutas estratégicas para el narcotráfico.

La carretera donde ocurrió la explosión no es cualquier vía. Es una arteria vital para el movimiento entre el nordeste y el Bajo Cauca, dos zonas históricamente marcadas por el abandono institucional y la convivencia forzada con estructuras criminales. Allí, la autoridad se ejerce con botas, pero también con miedo. Lo que para muchos colombianos es simplemente una carretera, para los grupos armados es un corredor militar y económico.

Los dos militares heridos hacen parte del Batallón de Infantería n.° VIII, una unidad que ha operado con frecuencia en esta zona, intentando controlar el terreno y brindar seguridad a una población atrapada entre el fuego cruzado. Tras recibir atención inicial en el hospital San Juan de Dios, fueron trasladados a Medellín. Su pronóstico es reservado, pero su caso refleja una realidad contundente: la guerra sigue activa, aunque no siempre ocupe titulares.

Mientras tanto, en los pasillos del poder, la respuesta institucional parece tan dispersa como las zonas donde ocurre la violencia. El gobierno insiste en el diálogo total, una política de paz que busca abrir canales incluso con actores profundamente criminales. Pero la realidad sobre el terreno exige más que buenas intenciones. Exige presencia, inversión social sostenida y, sobre todo, una estrategia de seguridad coherente.

El Clan del Golfo no es una banda improvisada. Es un aparato mafioso con capacidad de fuego, redes logísticas internacionales y un arraigo territorial alarmante. Su desafío al Estado no solo es militar, sino también simbólico: cada atentado es una forma de mostrar que siguen ahí, intactos, desafiantes, decididos a no ceder ni un metro de su dominio criminal.

Y así, en medio del silencio rural que vuelve tras la explosión, la población civil es quien carga con las consecuencias. La guerra sigue su curso, transformada, pero viva. En las montañas antioqueñas, el eco de la violencia sigue retumbando. Mientras no se detenga esa resonancia, la paz será apenas una promesa escrita en los comunicados oficiales.

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