No es fácil elegir un solo gol entre los más de 800 que ha marcado Lionel Messi en su carrera. Los hay de todos los sabores: regateando a medio equipo rival, con la zurda quirúrgica desde fuera del área, de tiro libre o incluso desde el centro del campo. Sin embargo, cuando el propio Messi confesó cuál ha sido su gol más especial, no eligió el más espectacular ni el más decisivo desde lo matemático. Eligió el más simbólico: su cabezazo en la final de la Champions League de 2009 ante el Manchester United.
Era el minuto 70 en el Estadio Olímpico de Roma. El Barça de Pep Guardiola dominaba con su sinfonía de pases y presión alta, pero faltaba un golpe de autoridad. Fue entonces cuando Xavi Hernández —arquitecto del mediocampo catalán— lanzó un centro preciso. Al otro extremo, Messi, con su 1,69 metros de altura, se elevó como si la gravedad le diera tregua. Enfrente, el imponente Río Ferdinand, de 1,89, y detrás, Edwin Van der Sar, de 1,97. En el aire, la lógica se rompió.
El gol fue más que una anotación. Fue un manifiesto. En una época en la que el fútbol parecía rendirse a la fuerza física, al músculo británico, al vértigo, Messi ofreció una lección de geometría y coraje. Marcó con la cabeza —sí, con la cabeza— un tanto que simbolizó la superioridad táctica y emocional de aquel Barcelona sobre un Manchester United que tenía a Cristiano Ronaldo como su estrella rutilante.
Esa celebración quedó impresa en la memoria colectiva del fútbol. Messi, sin uno de sus botines —perdido en el salto—, corrió hasta la esquina del estadio y se lo puso en la oreja, como si fuera un teléfono. No fue una burla. Fue una llamada simbólica a todo el planeta fútbol: el número uno estaba en la línea. Aquel gesto, espontáneo y extraño, selló la imagen del niño prodigio que ya era leyenda.
Muchos recuerdan goles más bellos de Messi: aquel al Getafe que replicó al de Maradona, el tiro libre en el clásico ante el Real Madrid o el zurdazo al ángulo frente al Liverpool. Pero ninguno tuvo el peso emocional del que anotó en Roma. Fue el gol que definió una era, que consagró un estilo de juego y que instaló a Messi definitivamente en el Olimpo del deporte.
Incluso hoy, en las playas de Miami o mientras se alista para el Mundial de Clubes, Messi no olvida aquel momento. Es un gol que lo define: no por la potencia, sino por la precisión; no por la espectacularidad, sino por el simbolismo. Fue el gol de un jugador que supo reinventarse mil veces, que aceptó ser un “falso 9” para servir al equipo y que terminó dando la cara —y la cabeza— en la final más importante.
Ese Barcelona de Guardiola será recordado como uno de los mejores equipos de todos los tiempos, y su corazón latía con Messi. En esa final, el rosarino no solo anotó, también personificó todo lo que representaba ese grupo: inteligencia táctica, humildad, valentía y belleza. En Roma se cerró un ciclo de formación y se abrió una década de dominio.
Por eso, cuando Messi elige ese gol como el mejor de su carrera, no lo hace desde la técnica, sino desde el alma. Fue el instante en que un joven de Rosario venció a los gigantes, no solo del campo, sino de la historia. Porque algunos goles se miden por la distancia, otros por la potencia, pero los verdaderamente eternos se recuerdan por lo que nos hicieron sentir. Y ese cabezazo, sin lugar a dudas, todavía nos pone la piel de gallina.